Sábados y domingos, todos los que padecemos el calor
y la podredumbre de la ciudad, nos vamos a la pileta más cercana que tengamos,
que podamos o que roguemos. Y mi familia no es la excepción o por lo menos no
me dejan serlo.
Cargamos el auto con los bolsos, mochilas,
heladerita y bolsas. Siempre en pequeñas cantidades cosa de hacer más
dificultosa la tarea. Uno de esas decisiones enigmáticas que se vuelven
tradición y se pierde el por qué con el paso de los años.
Hace rato opté por ir directamente en malla a pesar
del sistema depilativo le ponen, esa especie de red que reemplaza al calzón.
Aguanto, como buen hijo de muslos peludos, con tal de evitar el paso por el
vestuario. ¿Quién fue el turro que construyó el primero? ¿Y con qué obsesión
los demás mantuvieron el estilo? No me interesa andar viendo pitos ajenos, ni
cuerpos deformados por el tiempo y el espacio.
Arrancamos y salimos a cruzar la ciudad, subir a la
autopista y rezar porque no haya tráfico, cuando ya sabemos que “sábados y
domingos, todos los que padecemos el calor y la podredumbre de la ciudad, nos
vamos a la pileta más cercana que tengamos, que podamos o que roguemos.” La
mente humana se miente como reflejo a la esperanza… o de tarada nomás.
Tal vez tuviste suerte, saliste muy temprano o se te
hizo muy tarde, y tenés un camino bastante despejado. De fondo suena el mismo
disco infantil que venís escuchando los últimos sesenta meses, gritos de peleas
por quién tiene derecho a pegarle a quién, planificaciones de tu mujer para la
próximas diez semanas y el motor de algún reverendo boludo que va en zigzag
para llegar veinte minutos antes al mismo lugar de siempre.
Cada tanto algún portal místico se abre, los niños
se duermen una siestita y podés hablar con tu mujer sobre todos los temas que
venías acumulando desde la primavera del 2005.
Y después de eso llegás, porque no hay mal que dure
cien años, buscando ese resquicio donde dejar el auto. A lo lejos ves lo que
parece el milagro, el pozo con agua en el medio del desierto, pero el espejismo
te revela tres árboles plantados juntos. Puteas mentalmente al jardinero, al
que vendedor de abono y a la liga de jubilados amantes de la vegetación.
El mal, que no puede durar ciento veinte años,
decide tomarse un descanso por el calor y te permite estacionar. Otra vez a
cargar con los bolsos, mochilas, heladerita y bolsas hasta llegar a la pileta y
derrumbarlo en la primera silla, mesa o reposera que encuentres a la deriva.
Ahora sí, es tiempo de tirarse al agua. No, todavía no. Primero está la
protección solar, el mejunje de crema esparcida por mi blancuzco cuerpo que se
enreda entre los pelos y la transpiración. Media hora en la que vuelvo loca a
mi mujer para que no quede sitio sin untar, evitando así futuras zonas rojas de
dolor intenso.
Toalla en mano, panza para dentro, ojotas para no
quemarme los pies y una actitud de ganador que miente más que político en
declaración jurada. Agito la mano cual diva de televisión saludando a supuestos
conocidos, hasta llegar al borde de la pileta…
Un millón quinientos mil seres humanos (calculados
perfectamente a ojo) habitan en cada rincón de la misma y se dividen en las
siguientes especies: los que salpican intentando nadar, los que salpican
intentando jugar con la pelota, los que salpican intentado entrar al agua mientras
sufren por lo fría que está, los que salpican intentando salpicar y los que se
quedan quietos pispiando culos o criticando las mallas ajenas.
Voy adoptando una forma de S deformada para poder
meterme entre la pared y una circunferencia canosa y peluda, sin dejar de auto
clavarme cuchillos mentales de por qué siempre me pasa esto a mí. Segundos
después recuerdo que “sábados y domingos, todos los que padecemos el calor y la
podredumbre de la ciudad, nos vamos a la pileta más cercana que tengamos, que
podamos o que roguemos.” Y ahí está lo triste de darse cuenta que UNO no es
especial.
Pero cuando logro un sitio para relajarme en
contacto con el agua, vienen mis dos hijos más grandes a trepar sobre mi cabeza
y así disfrutar de la pileta sin miedo de ahogarse. Lo peor es que estamos en
la parte más baja, donde apenas tengo remojadas las rodillas. No importa, ellos
harán todo tipo de piruetas para ver quién me estropea la espalda más rápido.
Así que encorvado y más jorobado que el de Notre Dame veo que es hora del aquagym
y miles de vejestorios se zambullen para salpicar intentando hacer el único
ejercicio del año.
Y como el mal no puede durar ciento cincuenta años,
la ola que se produce me saca del lugar a puro empujones. Arrastrado por la
cerámica caliente llego hasta la pileta para bebés. Miro hacia arriba y veo a
mi mujer que aprovecha para meterme, con mi hija más chica, en el sitio más
meado del planeta.
Cansado, lejos de estar relajado y con un hambre
voraz termino en una reposera destartalada, haciendo equilibrio para no caerme,
mientras como los restos de helado que van dejando los chicos. Igual nada es
mejor que ese momento. Porque en ese instante en el que estoy rodeado de los
que más amo, al aire libre, el sol, los pájaros, los cuerpos enfundados en
ropas diseñadas para tres talles menos, los silbatazos de los bañeros, las
risas nasales y el aplastante sonido de las fichas de dominó o burako, sueño
con que el fin de semana que viene llueva torrencialmente… Y me preparo para
otra vuelta a paso de hormiga, sabiendo que “sábados y domingos, todos los que
padecemos el calor y la podredumbre de la ciudad, nos vamos a la pileta más
cercana que tengamos, que podamos o que roguemos.”
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