jueves, 24 de enero de 2013

Un payaso de ciudad: Fines de pileta


Sábados y domingos, todos los que padecemos el calor y la podredumbre de la ciudad, nos vamos a la pileta más cercana que tengamos, que podamos o que roguemos. Y mi familia no es la excepción o por lo menos no me dejan serlo.
Cargamos el auto con los bolsos, mochilas, heladerita y bolsas. Siempre en pequeñas cantidades cosa de hacer más dificultosa la tarea. Uno de esas decisiones enigmáticas que se vuelven tradición y se pierde el por qué con el paso de los años.
Hace rato opté por ir directamente en malla a pesar del sistema depilativo le ponen, esa especie de red que reemplaza al calzón. Aguanto, como buen hijo de muslos peludos, con tal de evitar el paso por el vestuario. ¿Quién fue el turro que construyó el primero? ¿Y con qué obsesión los demás mantuvieron el estilo? No me interesa andar viendo pitos ajenos, ni cuerpos deformados por el tiempo y el espacio.
Arrancamos y salimos a cruzar la ciudad, subir a la autopista y rezar porque no haya tráfico, cuando ya sabemos que “sábados y domingos, todos los que padecemos el calor y la podredumbre de la ciudad, nos vamos a la pileta más cercana que tengamos, que podamos o que roguemos.” La mente humana se miente como reflejo a la esperanza… o de tarada nomás.
Tal vez tuviste suerte, saliste muy temprano o se te hizo muy tarde, y tenés un camino bastante despejado. De fondo suena el mismo disco infantil que venís escuchando los últimos sesenta meses, gritos de peleas por quién tiene derecho a pegarle a quién, planificaciones de tu mujer para la próximas diez semanas y el motor de algún reverendo boludo que va en zigzag para llegar veinte minutos antes al mismo lugar de siempre.
Cada tanto algún portal místico se abre, los niños se duermen una siestita y podés hablar con tu mujer sobre todos los temas que venías acumulando desde la primavera del 2005.
Y después de eso llegás, porque no hay mal que dure cien años, buscando ese resquicio donde dejar el auto. A lo lejos ves lo que parece el milagro, el pozo con agua en el medio del desierto, pero el espejismo te revela tres árboles plantados juntos. Puteas mentalmente al jardinero, al que vendedor de abono y a la liga de jubilados amantes de la vegetación.
El mal, que no puede durar ciento veinte años, decide tomarse un descanso por el calor y te permite estacionar. Otra vez a cargar con los bolsos, mochilas, heladerita y bolsas hasta llegar a la pileta y derrumbarlo en la primera silla, mesa o reposera que encuentres a la deriva. Ahora sí, es tiempo de tirarse al agua. No, todavía no. Primero está la protección solar, el mejunje de crema esparcida por mi blancuzco cuerpo que se enreda entre los pelos y la transpiración. Media hora en la que vuelvo loca a mi mujer para que no quede sitio sin untar, evitando así futuras zonas rojas de dolor intenso.
Toalla en mano, panza para dentro, ojotas para no quemarme los pies y una actitud de ganador que miente más que político en declaración jurada. Agito la mano cual diva de televisión saludando a supuestos conocidos, hasta llegar al borde de la pileta…
Un millón quinientos mil seres humanos (calculados perfectamente a ojo) habitan en cada rincón de la misma y se dividen en las siguientes especies: los que salpican intentando nadar, los que salpican intentando jugar con la pelota, los que salpican intentado entrar al agua mientras sufren por lo fría que está, los que salpican intentando salpicar y los que se quedan quietos pispiando culos o criticando las mallas ajenas.
Voy adoptando una forma de S deformada para poder meterme entre la pared y una circunferencia canosa y peluda, sin dejar de auto clavarme cuchillos mentales de por qué siempre me pasa esto a mí. Segundos después recuerdo que “sábados y domingos, todos los que padecemos el calor y la podredumbre de la ciudad, nos vamos a la pileta más cercana que tengamos, que podamos o que roguemos.” Y ahí está lo triste de darse cuenta que UNO no es especial.
Pero cuando logro un sitio para relajarme en contacto con el agua, vienen mis dos hijos más grandes a trepar sobre mi cabeza y así disfrutar de la pileta sin miedo de ahogarse. Lo peor es que estamos en la parte más baja, donde apenas tengo remojadas las rodillas. No importa, ellos harán todo tipo de piruetas para ver quién me estropea la espalda más rápido. Así que encorvado y más jorobado que el de Notre Dame veo que es hora del aquagym y miles de vejestorios se zambullen para salpicar intentando hacer el único ejercicio del año.
Y como el mal no puede durar ciento cincuenta años, la ola que se produce me saca del lugar a puro empujones. Arrastrado por la cerámica caliente llego hasta la pileta para bebés. Miro hacia arriba y veo a mi mujer que aprovecha para meterme, con mi hija más chica, en el sitio más meado del planeta.
Cansado, lejos de estar relajado y con un hambre voraz termino en una reposera destartalada, haciendo equilibrio para no caerme, mientras como los restos de helado que van dejando los chicos. Igual nada es mejor que ese momento. Porque en ese instante en el que estoy rodeado de los que más amo, al aire libre, el sol, los pájaros, los cuerpos enfundados en ropas diseñadas para tres talles menos, los silbatazos de los bañeros, las risas nasales y el aplastante sonido de las fichas de dominó o burako, sueño con que el fin de semana que viene llueva torrencialmente… Y me preparo para otra vuelta a paso de hormiga, sabiendo que “sábados y domingos, todos los que padecemos el calor y la podredumbre de la ciudad, nos vamos a la pileta más cercana que tengamos, que podamos o que roguemos.”

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