Camino siempre en una dirección, tanto para ir como
para venir. Camino siempre pensando que se a donde voy, o sabiendo a donde
tengo que ir. Pero a pesar de la repetición cotidiana, no hay dos caminos
iguales.
Hay días en que me deslizo, en que patino y el aire
se corta con mis brazos. Es como si fuera parte del video clip de “Immigrant
Song” de Led Zeppelin y me llevara todo por delante (sepan entender, soy como
Benjamín Button. Primero fui viejo y ahora estoy entrando en la adolescencia).
Pero cuando todo se pone gris y baja la niebla,
siento que estoy rodeado por un sendero de trampas para ratas. Cada paso puede
ser letal. Y al mismo tiempo, cada paso es inevitable. El sufrimiento está ahí,
cerca, acechando y yo sin saber cómo evitarlo. Trato de buscar saltos,
movimientos, contorsiones, rituales que te permitan llegar bien a destino. Pero
dudo que pie mover, cada estrategia viene rodeada de posiciones más peligrosas.
No sé si es porque crecí, porque pude levantar
algunas sábanas que escondían muebles o por algo tan simple como el
aburrimiento… Desde hace poquito tiempo decidí cerrar los ojos y guiarme por el
instinto. Avanzar por el campo minado como si se tratara de un viñedo especializado
en vino patero, pisando tan fuerte como pueda y divirtiéndome cuando lo hago.
En cada vuelta que doy a la esquina, busco ir en
contra de las trampas para ratas y sus cantos de sirena.
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