viernes, 25 de octubre de 2013

Rene Yucaran

El otro día estaba buscando un viejo acordeón de juguete que tenía, uno que estaba roto aunque no mucho (o eso quiero creer) y que habíamos guardado en la baulera.
Todos sabemos que las bauleras son un mundo aparte, un universo diferente al que transitamos, un cementerio de cosas que viven con la esperanza de ser resucitadas. Valijas viejas con panzas llenas de artefactos rotos. Porta retratos con fotos que dejaron huella y ya no hace falta mirar. Sillas que quedaron huérfanas de culos. Veladores sin sonrisas. Muebles desmontados, sin identidad. Y trofeos que debieron acostumbrarse a la intrascendencia. 
Pero en las bauleras también hay tesoros. Tesoros ocultos bajo escombros de polvo que esperan ser descubiertos. O elijen ser descubiertos (nunca supe exactamente cómo funcionan).
Yo fui el otro día buscando un viejo acordeón y entre el buceo, entre la palanca de brazos, encontré un cuaderno... O un libro... O un cuaderno que podría llegar a ser un libro... Lo raro es que no era mío, ni de mi mujer, ni de nadie de la familia. Estaba entre nuestras cosas, si. Pero no nos pertenecía (tal vez ahora un poco, pero sólo como espectadores).
René Yucarán. Ese nombre figura en la primera hoja. 
Un oficinista que trabajaba en una fábrica de cajones. Un escritorio. Hojas. Sellos. Luz de tubo. Teléfono de disco. Baño chico. Dos abrochadoras. Y las llaves para el archivo donde guardaban los papeles. 
Y en medio de ese cuarto, de esa vida, un piso de madera que rechina. Una tabla que se levanta y una luz que pega de lleno en los ojos.
Eso es todo lo que voy a decirles por ahora. Todavía no logro entender la magnitud de lo que cuenta. Del hallazgo. Si me animo, de a poco, con tiempo, les iré transcribiendo las páginas que leo.
No creo que sea un comienzo. Una continuidad, eso sí. Eso podría ser...